Consideraciones en torno a Hombre acosado por demonios ante un espejo

Por Rolando Jara

Dramaturgo, Doctor en Literatura, Licenciado en Estética.

Una poética de la (des)aparición

Hombre acosado por demonios ante un espejo presenta la escena como un lugar sacrificial en el que la teatra- lidad se autoinmola, emergiendo como una apariencia fugitiva, que luego se disuelve, se esfuma, revelándose en su imposibilidad de permanencia.
La obra no pretende construir una pseudorrealidad sobre la escena, sino deconstruir lo real, habitar en su morada fugaz: todo lo que ocurre debe ser comprendido en este ámbito de construcción/deconstrucción simul- tánea, sincrónica y continua.

Esta praxis dramática está vinculada, por cierto, al trabajo conjunto con La Puerta, y se ubica al lado de un proyecto anterior –Calias, tentativas sobre la belleza– donde también el eje está en el proceso de presentación y disolución de la teatralidad, antes que en la idea de la obra como producto escénico cerrado1. Ambas propuestas parten de la premisa de un texto fisurado, abierto a la performatividad y a la pregunta por el metalenguaje del teatro.

En el caso de Hombre acosado por demonios…, el carácter de reescritura de Los Invasores de Egon Wolff, marca esta pieza como una obra excepcional, que alude a un afuera, transformándola en una experiencia lateral de mi dramaturgia. A pesar de este hecho plausible, me parece entrever en ella, entre otros, tres elementos que considero constantes en mi práctica escritural y que quisiera poner en relieve en esta ocasión: la palabra teatral, la aspiración a la sinestesia y la escritura como construcción de un cuerpo.

Adhiero a la presencia del lenguaje sobre la escena, la palabra poética, la palabra-canto que habita el espa- cio, que danza, que repta. La escritura dramática es una palabra respirada. Grito, susurro, sprechgesang.

Esta reescritura de la obra de Wolff ha buscado, entonces, inspirar y exhalar, adquirir una dimensión cinética, diseminar el sentido antes que controlarlo. El verbo, consciente de su precariedad para dar cuenta de la “realidad”, busca abordar espacios semánticos que asume como inestables.

La diferencia entre esta obra y Los invasores radica, entonces, no sólo en la visión de la escritura dramática, sino, además, en la concepción misma del lenguaje. Wolff escribe dentro de una confianza en la univocidad del sentido: línea recta, entramado, tesis, secuencia. La reescritura se propone, al contrario, como una experiencia plural de la conciencia, como una invitación al viaje. El texto funciona como una suerte de anamorfosis, en la que autor, director, actores, lectores y público disciernen figuras diversas, no siempre coincidentes, a veces des- cubriendo argumentos y relatos, otras uniendo puntos y descubriendo rostros, siluetas, como si contemplaran un conjunto de nubes errantes.

Si, como lo concibe la visión postdramática, el texto teatral puede ser considerado como paisaje, me parece que el destino del dramaturgo es hacerse extraño para sí mismo, construir un universo infinito que luego visita como forastero. La dramaturgia es la desaparición de la figura del autor en el lenguaje.

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